El pasado viernes, 14 de marzo disfrutamos en la biblioteca del cuento de Rodari titulado "Cuando en Milán llovieron sombreros".
Los alumnos de primero de la ESO (Chaima, Anna, Mariona, Ainhoa y Juan David) leyeron estupendamente el increíble relato del autor italiano.
Os invitamos a leerlo de nuevo y a elegir el final que más os guste.
Cuando en Milán llovieron sombreros
Una mañana, en Milán,
el contable Bianchini iba al banco enviado por su empresa.
Era un día precioso,
no había ni siquiera un hilillo de niebla, hasta se veía el cielo, y en el
cielo, además, el sol; algo increíble en el mes de noviembre. El contable
Bianchini estaba contento y al andar con paso ligero canturreaba para sus
adentros: «Pero qué día tan bonito, qué día tan bonito, qué día tan bonito,
realmente bonito y bueno...»
Pero, de repente, se
olvidó de cantar, se olvidó de andar y se quedó allí, con la boca abierta,
mirando al aire, de tal forma que un transeúnte se le echó encima y le cantó
las cuarenta:
—Eh, usted, ¿es que
se dedica a ir por ahí contemplando las nubes? ¿Es que no puede mirar por dónde
anda?
—Pero si no ando,
estoy quieto... Mire.
—¿Mirar qué? Yo no
puedo andar perdiendo el tiempo. ¿Mirar dónde? ¿Eh?¿¡Oh!? ¡La Marimorena!
—Lo ve, ¿qué le
parece?
—Pero eso son... son
sombreros...
En efecto, del cielo
azul caía una lluvia de sombreros. No un solo sombrero, que podía estar
arrastrando el viento de un lado para otro. No sólo dos sombreros que podían
haberse caído de un alféizar. Eran cien, mil, diez mil sombreros los que
descendían del cielo ondeando. Sombreros de hombre, sombreros de mujer,
sombreros con pluma, sombreros con flores, gorras de jockey, gorras de visera,
kolbaks (gorra de pelo que llevaban los cazadores de la guardia consular de
Napoleón) de piel, boinas, chapelas, gorros de esquiar...
Y después del
contable Bianchini y de aquel otro señor, se pararon a mirar al aire muchos
otros señores y señoras, también el chico del panadero, y el guardia que
dirigía el tráfico en el cruce de la vía Manzoni y la vía Montenapoleone,
también el tranviario del tranvía número dieciocho, y el del dieciséis e
incluso el del uno...
Los tranviarios
bajaban del tranvía y miraban al aire y los pasajeros también descendían y
todos decían algo:
—¡Qué maravilla!
—¡Parece imposible!
—Pero bueno, será
para anunciar medialunas.
—¿Qué tienen que ver
las medialunas con los sombreros?
—Entonces será para
hacer propaganda del turrón.
—Y dale con el
turrón. No piensa más que en cosas que llevarse a la boca. Los sombreros no son
comestibles.
—Entonces, ¿son de
verdad sombreros?
—No, mire, ¡son
timbres de bicicleta! ¿Pero es que no ve usted también lo que son?
—Parecen sombreros.
Pero, ¿serán sombreros para ponerse en la cabeza?
—Perdone, ¿dónde se
coloca usted el sombrero, en la nariz?
Por lo demás, las
discusiones cesaron rápidamente. Los sombreros estaban tocando tierra, en la
acera, en la calle, sobre los techos de los automóviles, alguno entraba por las
ventanillas del tranvía, otros volaban directamente a las tiendas. La gente los
recogía, empezaba a probárselos.
—Este es demasiado
ancho.
—Pruébese éste,
contable Bianchini.
—Pero ése es de
mujer.
—Pues se lo lleva a
su mujer ¿no?
—¡Se disfraza!
—¡Exacto! Yo no voy
al banco con un sombrero de mujer...
—Démelo a mí, ése le
va bien a mi abuela...
—Pero también le va a
la hermana de mi cuñado.
—Este lo he tomado yo
primero.
—No, primero yo.
Había gente que salía
corriendo con tres, cuatro sombreros, uno para cada miembro de la familia.
También llegó una
monja corriendo; pedía gorras para los huerfanitos.
Y cuantos más recogía
la gente, más caían del cielo. Cubrían el suelo público, llenaban los balcones.
Sombreros, sombreritos, gorras, gorritos, bombines, chisteras, chapeos,
sombrerazos de cow-boy, sombreros de teja, de pagoda, con cinta, sin cinta...
El contable Bianchini
ya tenía diecisiete entre los brazos y no se decidía a seguir su camino.
—No todos los días
hay una lluvia de sombreros, hay que aprovecharlo, uno se aprovisiona para toda
la vida, como a mi edad la cabeza ya no crece...
—Si acaso se hará más
pequeña.
—¿Cómo más pequeña?
¿Qué pretende insinuar? ¿Que perderé la cabeza?
—Vamos, vamos, no se
enfade, contable; llévese esa gorra militar...
Y los sombreros
llovían, llovían... Uno cayó justo encima de la cabeza del guardia (que ya no
dirigía el tráfico; total, los sombreros se iban donde querían): era una gorra
de general y todos dijeron que era una buena señal y pronto ascenderían al
guardia.
¿Y luego?
PRIMER FINAL
Unas horas después,
en el aeropuerto de Francfort, aterrizaba un gigantesco avión de Alitalia que
había dado la vuelta al mundo cargando toda clase de sombreros, destinados a
ser expuestos al público en una Feria Internacional del Sombrero.
El alcalde había ido
a recibir la preciosa carga. Una banda municipal entonó el himno ¡Oh, Tú,
Sombrero Protector de las cabezas de Valor! con música del profesor Juan
Sebastián Ludovico Bächlein. Como es natural, el himno se interrumpió a la
mitad cuando se descubrió que los únicos sombreros transportados por el avión a
Alemania eran los del comandante y los de los otros miembros de la
tripulación...
Esto explica los
motivos de la lluvia de sombreros acaecida en la capital lombarda, pero,
lógicamente, la Feria Internacional tuvo que postergarse sin fecha establecida.
El piloto que había dejado caer los sombreros sobre Milán por error, fue
severamente amonestado y condenado a volar sin gorra durante seis meses.
SEGUNDO FINAL
Aquel día llovieron
sombreros. Al día siguiente llovieron paraguas.
Al otro cajas de
bombones. Y después, sin interrupción, llovieron frigoríficos, lavadoras,
tocadiscos, cubitos de caldo en paquetes de cien, corbatas, pasteles, pavos
rellenos. Por último, llovieron árboles de Navidad cargados de toda clase de regalos.
La ciudad estaba literalmente inundada por todas aquellas riquezas. Las casas
rebosaban. Y los comerciantes se sintieron fatal, pues habían esperado
ansiosamente las semanas de las fiestas para hacer buenos negocios.
TERCER FINAL
Llovieron sombreros
hasta las cuatro de la tarde. A esa hora en la plaza de la catedral había una
montaña más alta que el monumento. La entrada al atrio estaba bloqueada por una
pared de sombreros de paja. A las cuatro y un minuto se levantó un gran viento.
Los sombreros empezaron a rodar por las calles, cada vez a mayor velocidad,
hasta que levantaron el vuelo, enredándose en los hilos de la red del tranvía.
—¡Se van! ¡Se van!
—gritaba la gente.
—Pero, ¿por qué?
—A lo mejor ahora van
a Roma.
—¿Y cómo lo sabe? ¿Se
lo han dicho ellos?
—Pero qué a Roma,
miren: vuelan hacia Como.
Los sombreros se
elevaron sobre los tejados, como una inmensa bandada de golondrinas, y se
fueron volando; nadie sabe en dónde acabaron porque no cayeron ni en Como ni en
Busto Arsizio. Los sombreros de Milán lanzaron un suspiro: aquel día no les
llegaba la camisa al cuerpo.
GIANNI RODARI, Cuentos para jugar
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