RELATOS FINALISTAS EN EL 2º CONCURSO DE RELATOS DE TERROR
LA VENGANZA DE ZOE
Zoe es una chica de 13 años. Vive en una
casa rodeada de bosque, en las afueras de una pequeña ciudad. Siempre coge su
bicicleta para ir al instituto, ya que éste, se encuentra lejos.
Un día por la mañana, Zoe sale de su casa.
Es principios de Noviembre, hace mucho frío y una espesa niebla cubre el
paisaje. Coge un pequeño camino que llega hasta la solitaria y estrecha
carretera, por la que también circula muy deprisa un todoterreno en sentido
contrario. De repente, Zoe ve que el coche se le viene encima. Instantes
después, todo es confuso. Ve su cuerpo cubierto de sangre, tendido en el suelo
y junto él ve al conductor del todoterreno que, desesperado, la oculta en el
bosque y huye. Entonces Zoe es consciente de que ha muerto.
Unos kilómetros más adelante el conductor
del todoterreno decide olvidar lo que ha hecho y sigue su camino. Al poco rato,
por el retrovisor, le parece ver una pequeña luz roja como las que utilizan las
bicicletas. En un principio, se asusta, pero piensa que es una tontería y sigue
conduciendo. Sin embargo, la luz vuelve a perseguirle. Baja del coche, mira a
su alrededor y no ve nada. Creyendo que son imaginaciones suyas continua.
Minutos después, siente un escalofrío al ver pasar una bicicleta. Piesa que no
tiene sentido y lo ignora otra vez. Al momento, aparece de frente Zoe,
ensangrentada montada en su bicicleta. El conductor del todoterreno da un
volantazo y se estrella contra un árbol. Ahora todo es confuso. El cobarde
conductor observa horrorizado su cuerpo ensangrentado, en el interior del
coche.
Sara Risco Amigó 2º ESO
NADIE
Era
uno de esos días que te encuentras un poco añorado y decides volver a tu
pueblo para ver a tu familia y amigos. Al día siguiente era el día de Todos los Santos.
Acompañaría a mi madre al cementerio como todos los años. Cogí mi coche
y me dirigí dirección sur hacia Anksburg. Conduciendo se me hizo de noche.
Empezó
a llover muy fuerte. La carretera ya estaba medio anegada de tanto que llovía y
los otros vehículos pasaban arrojando agua hacia los costados, mientras el limpiaparabrisas
del mío era derrotado por la pared de agua que chocaba contra el camino. Para
no hacer el trayecto tan aburrido sintonicé mi emisora favorita. Pocos minutos
después vi el cartel de mi pueblo. De repente la radio se apagó. Pensé que la
causa sería la edad del coche y eso me tranquilizó. No era muy tarde cuando
llegué a la zona suburbana donde antiguamente vivían mis padres. Ellos me
habían dejado su vieja casa para cuando viniese de visita. Hacía ya unos
cuantos meses que no volvía a Anksburg.
Me
parecía como si las viviendas de allí estuvieran abandonadas. Encontraba
muy
extraño que no hubiese nadie por las calles y que todas las tiendas estuvieran cerradas.
De repente, un rayo iluminó gran parte del edificio. Bajé del coche y atravesé
la vereda y el patio. Abrí la puerta y saqué todo mi equipaje. Decidí llamar inmediatamente
a mis padres para anunciarles mi llegada. Ellos no me contestaron.
Hice
lo mismo con mi mejor amigo y tampoco. Paró de llover y salí. Recorrí las
calles y no encontré a nadie. Fui al piso de mi amigo y nada. También al de mis
padres.
Llamé
un par de veces aporreando la puerta. No contestó nadie. Me sentía solo, angustiado.
Me preguntaba dónde estaba la gente. No me lo podía creer. Volví a casa y
decidí relajarme e irme a dormir. Quizás mañana hallaría la respuesta.
Al
día siguiente me desperté con un gran alivio. Todo había sido una pesadilla.
Enseguida
fui a desayunar y seguidamente a dar un paseo. Se respiraba mucha paz... Quizá
demasiada... Llegué a la rambla, un lugar tradicionalmente muy bullicioso. Y
allí no había nadie... ¿Nadie?... ¡¡Nadie!!... ¡¡¡NADIE!!!
Anna
Labat Bagué 2º ESO
LA PLUMA
Julia era una niña muy caprichosa.
Una de sus últimas compras de otoño fue una pluma que
estaba en el escaparate de una vieja tienda de antigüedades. Parecía
un imán, tenía algo irresistible que hacía que cada día
que iba al colegio tuviese que parar a mirársela. Como de
costumbre sus padres se la compraron.
Esa pluma tenía algo especial que aún no sabía
bien lo que era. Cuando llegó a casa la dejó encima de su mesa como si fuese un
trofeo más. Ya tenía
lo que quería.
Al día siguiente, cuando Julia se despertó,
vio encima de su escritorio un dibujo en el que se podía
ver a una niña muerta, tumbada en una carretera. La cara le resultaba familiar, pero no podía
relacionarla con nadie. Mientras se
duchaba le vino un flash y asoció el
dibujo con Ana, una niña de su colegio que siempre estaba sola. Se asustó y
empezó a preguntarse quién
habría hecho el dibujo.
Al llegar al colegio no vio a Ana y sus compañeros de clase
estaban cuchicheando con caras de preocupación. Julia imaginó de
qué hablaban pero quiso
asegurarse y preguntó qué había sucedido. Todo lo que se sabía coincidía
exactamente con el dibujo que se había encontrado en su
habitación.
La pluma seguía dibujando y Julia
cada día se encontraba con la imagen de una muerte. Decidió deshacerse
de la pluma. Quiso devolverla al
anticuario, pero al ir a la tienda se encontró una
casa abandonada. Los vecinos le dijeron que en la casa no vivía
nadie desde hacía unos diez años. Cuando llegó a
casa la intentó romper, pero no podía.
Decidió tirarla al fuego.
Al irse a dormir se encontró la
pluma encima de su escritorio con un dibujo de su cara. Empezó a gritar y las puertas del armario
empezaron a abrirse y cerrarse golpeándose
fuertemente. La luz se apagó y sin saber cómo,
a Julia se le ocurrió una idea. A oscuras corrió hasta
su mesa y cogió la pluma, la desenroscó y
quitó la tinta. De repente las puertas dejaron de golpear y
volvió la luz. Su dibujo había
desaparecido. La maldición
de la pluma había acabado.
Silvia Arellano García 2º ESO
LLANTO INFERNAL
La angosta niebla cubría el cielo
de esta oscura ciudad. El otoño había dejado los árboles desnudos ante el frío
ya casi invernal. La gente se preparaba para el día de Todos los Santos, en el
que tendrían que hacer una visita obligada a aquellos que por alguna razón u
otra, tuvieron que abandonar este mundo.
Las floristerías no daban para
tanto. Colas larguísimas, casi inacabables. Comprar una corona, unas flores o
incluso unas velas para adornar las tumbas de los familiares era muy difícil.
Yo estaba en una de esas interminables colas. A las siete tenía que estar en el
cementerio. Eran las seis y media. El cielo estaba cambiando su semblante. Si
llegaba más tarde de las siete, no me daría tiempo a dejar las flores, limpiar
la tumba y recordar, como todos los años, a todos aquellos familiares que no
están conmigo.
A las siete y cuarto partí hacía
ese lúgubre lugar. Las farolas de la calle iniciaban su trabajo útil, como cada
día, tras la caída del sol. Tenía miedo. Era de noche y debía entrar. Dejé mi
coche en el parking. Solo había dos vehículos más y uno era el del enterrador.
El camposanto cerraba a las ocho. El reloj marcaba las siete y media. No tenía
tiempo para hacerlo todo, y en un intento de acelerar la marcha, entré
rápidamente. Busqué corriendo la tumba. No me acordaba donde estaba. Miré y
volví a mirar varias veces en todos los pasillos. No estaba. Me había perdido.
Además la niebla no dejaba ver a más de dos metros. Lo único que se entreveía
era la tenue luz de las múltiples velas que parpadeaban al ritmo del viento. Me
dirigí al lugar donde solía encontrarse el enterrador para que mirase en el
archivo donde se encontraba mi difunta tía.
El enterrador no estaba en
ninguna parte. Intenté huir. Deshice todos los pasos hasta llegar a la puerta.
Estaba cerrada. Eran las ocho y un minuto. Me horroricé al ver que el móvil no
tenía cobertura en ese lugar apartado de la civilización. Intenté, con todas
mis fuerzas subir a distintos sitios para conseguir algo de cobertura o
conexión de algún tipo y probé, en un último intento saltar el muro. Era
demasiado alto. No había manera de escapar. Era uno de noviembre y tendría que
permanecer una noche entera en el cementerio. No me lo podía creer, estaba
viviendo una de mis peores pesadillas.
No se veía nada. Prendí fuego a
un ramo de flores con el mechero que llevaba en el bolsillo derecho de mi
chaqueta, con la que ya no podía ni protegerme del frío. Estaba temblando de
miedo.
Busqué un lugar en el que pasar
la noche, el suelo crujía a cada paso que daba. Pensaba que no podía estar
peor. Me equivocaba: empezó a llover. Tiré las flores al suelo. No había ningún
sitio en el que salvaguardarse de la lluvia. La única forma era entrar en un
mausoleo. No había otra opción. Intenté forzar la puerta de un mausoleo cercano
a la entrada del cementerio. Puse todas las fuerzas en ello. La puerta era
robusta. No pude conseguir abrirla.
Me senté en el suelo, el agua
atravesaba muchas veces la chaqueta, que utilizaba a modo de paraguas. Me
dormí.
Me despertó el calor. ¿Qué calor?
Mi cerebro se activó cuando vio las llamas. El camposanto estaba ardiendo. Eran
las doce de la noche. Nadie se daría cuenta del incendio hasta horas después.
Me encontrarían calcinado. Era el fin. Fui a por una manguera de riego que se utilizaba
habitualmente para limpiar el suelo. Luché contra las llamas que habían ya
consumido prácticamente todo ese lugar.
Llegaron los bomberos, alertados
por un vecino que volvía como cada noche del trabajo. Al entrar me vieron,
tumbado inconsciente en el suelo y me socorrieron. Estaba a salvo.
Como en muchas otras ocasiones,
el origen del fuego estaba en una vela.
Desde aquél día, todas las noches
oigo las voces de los difuntos atrapados que piden auxilio entre las llamas de
un camposanto que ya no existe, ha desaparecido fruto de la combustión. Cada
día me persigue el recuerdo de una experiencia que me marcó completamente.
Recuerdo cada día, como si fuera ayer el agua de lluvia recorriendo todos los
poros de mi piel. Y nunca me podré deshacer del olor a quemado, que me sigue a
todas partes. Nunca más volveré a entrar en un camposanto. Hasta el día final.
Adrián Soler, 4º de
ESO.
ISABEL
Era una fría tarde de otoño. Isabel regresaba
a su casa tras haber pasado la tarde con su abuela. Hacía mucho, mucho frío,
como cada año en esa época. Vivía en un lugar muy al Norte, donde los inviernos
eran tan fríos que nadie se atrevía a salir de casa. Había decidido tomar el
camino del bosque, porque estaba nevado y le gustaba el ruido que hacían sus
pies al pisar la nieve. Ya casi había llegado a la mitad del camino cuando oyó
ese sonido que tanto le agradaba: pisadas en la nieve.
Lo único que se le ocurrió a su mente
infantil fue esconderse y quedarse quieta para escuchar los pasos. Entró dentro
de un tronco hueco y se acurrucó. La verdad es que estaba bastante cómoda.
Y entonces vio al caminante. Por algún motivo
no se sorprendió al verle. Era un hombre, bastante bajo, vestido con una larga
túnica harapienta negra y sospechosamente delgado. Una capucha le cubría la
cabeza por completo. Iba algo encorvado, pero no demasiado. Caminaba lento,
pero sin detenerse. Sus pies y sus manos, la única parte visible de su cuerpo,
eran muy pálidos y flacos, casi esqueléticos.
Pero lo más espeluznante de todo era lo que
llevaba en sus manos. En una mano sostenía un libro grande, con las tapas muy
gruesas y medio rotas y las páginas amarillentas. Parecía increíblemente viejo,
pero aun así tenía aspecto majestuoso. Como si fuese de vital importancia. En
la otra mano tenía una guadaña enorme. La hoja relucía con el brillo blanco que
reflejaba la nieve. Era casi increíble que una persona tan delgaducha pudiese aguantar
un arma de tales dimensiones. Aunque a Isabel no le dio miedo este personaje.
No parecía tener malas intenciones.
El personaje abrió su gigantesco libro por la
primera página. En ella estaba escrito, en letra muy grande y a mano, el nombre
de Isabel. Giró lentamente el cuello y miró a un lado y a otro, como
buscándola. La niña seguía escondida dentro del tronco, observando al
hombrecillo. Todo esto le resultaba incluso gracioso, que no estaba al
corriente de leyendas ni supersticiones. Cualquiera en su sano juicio se
hubiese aterrorizado.
Se acordó de que tenía que ir a casa. Pero
haría mucho frío de camino, pensó. Estaba muy bien acurrucada en ese árbol.
Escuchaba el sonido de los pasos, que se iban alejando. Le resultaban
relajantes. Relajantes hasta el punto de ir cerrando los párpados, hacerse un
ovillo y dormirse. Con el frío que hacía. Tanto frío. Se durmió de todos modos.
Volveré a casa más tarde, pensó.
Aún no ha vuelto.
Luís Orús Calvet. 4º ESO